A veces se nos hace más sencillo tratar con las personas ni bien las conocemos. Con el paso del tiempo, el encanto inicial cede, y se nos hace cuesta abajo mantener el vínculo, ya que entramos en un terreno más profundo que socava la imagen idealizada que le queremos imponer a los demás.
Entonces,
en el afán de enaltecer una personalidad sin manchas ni defectos, ocultamos
nuestras debilidades detrás de una presunción de infalibilidad.
Podríamos
decir que nos reconforta lo efímero y banal que se transfigura como la máscara
de nuestro ser. En este escenario enmascarado, somos actores que dramatizan un
encuentro fugaz y sin compromisos. No damos mucho de nosotros, ni esperamos
recibir algo de nuestro alter ego. Nos conformamos con deslizarnos sobre
la superficie y seguir de largo.
En
definitiva, lo que tratamos de hacer es prolongar lo inevitable. Y no me
refiero al mero encuentro con el otro. En realidad, es el encuentro con
nosotros mismos frente al otro lo que está en juego. El encuentro “interior”
nos revela ciertas verdades que, ocultas, no son más que una parodia de lo que
igualmente se nos presenta en forma disfrazada.
Ante
esto, nos preguntamos: ¿Qué es lo que no quiero dar a conocer? ¿Es por miedo
y/o vergüenza que lo oculto? ¿Qué pasaría si los demás me viesen tal cual
siento que soy? Y si lo aceptan, ¿Qué efecto tendría eso en mí? En este
contexto, ¿Qué papel juegan nuestras vivencias pasadas en todo esto?
Y no es
una actitud que se cierne sólo sobre lo “negativo”. Quizás sea una inseguridad
en el modo de transmitir nuestras virtudes y potencialidades. Este lado “bueno”
puede entumecerse, por ejemplo, por una dificultad en la expresión de un
sentimiento que no podemos encadenar en palabras.
En los
distintos ámbitos donde uno tiene que iniciar y sostener una ligazón con los
demás – ya sea la escuela, la universidad, el trabajo, el club, u otro ámbito
social o recreativo –, encontramos posibilidades y obstáculos propios de esos
circuitos sociales. Si no estamos conectados con nuestro interior, podemos
enfrentarnos a ciertos condicionamientos que nos hacen sentir la censura de lo
que calla en el decir, para hacerse síntoma en lo físico o en lo psíquico.
Tenemos
que hacer un equilibrio imposible entre nuestra predisposición natural para
estar en el mundo, nuestras dificultades, las convenciones sociales, y ese otro
que puede ser nuestra gloria o nuestra condena. Desde esta óptica,
concordaríamos con la célebre afirmación de Jean-Paul Sartre donde reza que “el
infierno son los otros”.
La
espontaneidad del niño quizás sea una bocanada de aire fresco ante este dilema
asfixiante. El infante recién advenido al mundo sueña en la vigilia,
condimentando su realidad con fantasías fabricadas de ilusiones. El devenir
espontáneo es su prioridad, la cual se opone a esa conciencia reflexiva de
pensar lo que piensan los otros al pensarnos.
Los niños
viven en un eterno presente donde no existe la muerte y donde se aprende
jugando. No tienen prejuicios; solo juicios que parten de la actitud humilde
del no saber. Experimentan, viven y piensan la exterioridad con el aura de la
primera impresión. Y de eso se trata, de ser niño en un mundo de gigantes que
amurallan su ego para no ser ante los otros.
Les dejo el retrato de un atardecer que me encontró en el Lago Nahuel Huapi.
Los
saluda,
Lic.
Agustín Sartuqui
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