Existen metas en la vida a las cuales nos aferramos con extrema fuerza, al punto de tomarlas como si fueran una especie de objetos-fetiche. Es así que en ellas nos representamos un anhelo de sosiego frente a los desafíos existenciales que se imponen. A partir de una o varias metas, trazamos un horizonte que nos calma y nos abre un sendero predecible y transitable. En el fervor de lo planeado, seguimos los mandatos que nuestra conciencia vocifera, doblegando nuestra voluntad hacia un determinado punto del mapa. En tal contexto, los sacrificios, postergaciones, renuncias y energías, se reducen a lo irrisorio comparados con la satisfacción que nos provoca levantar el trofeo de la conquista anhelada. Sin embargo, a la vuelta de la esquina, aguarda sigilosa la desilusión, esperando borrar de un “plumazo” nuestro propósito. En esas oportunidades en que el proyecto “se cae”, no sólo desaparece la meta, así también lo hace el camino que nos conduce hacia ella. El terreno se agrieta y s