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Las verdades que damos por ciertas

Nuestra verdad interior va más allá de las palabras


Si supiésemos qué es todo aquello que nos moviliza a transitar nuestra existencia desde la fluidez, ¿seríamos más plenos? Si tomásemos conocimiento del dial que nos mantiene en la frecuencia del disfrute y nos conecta con los umbrales imperceptibles de nuestro ser, ¿estaríamos en mejores condiciones para afrontar las vicisitudes de la vida? En definitiva, ¿alcanza con saber para desplegar en forma artera nuestro potencial? Veamos.

Si decimos que el saber se define como todo aquello que es articulado con el recurso de la palabra, un desenlace derivado del “músculo de la razón”, estaríamos siendo injustos con nuestra vasta capacidad de enarbolar una certeza que trascienda los límites de lo discursivo; donde las palabras se detienen y comienza una nueva experiencia. 

En la tolerancia de nuestro no-saber, podemos desandar el camino de las explicaciones habladas y toparnos con el abismo que se nos abre en la esfera de la intuición. Es un tipo de saber inefable que mana de las profundidades de nuestro ser, y que nos mimetiza con el objeto de conocimiento a punto tal de volvernos incapaces para evaluarlo a la distancia. Simplemente lo sentimos y le “hacemos caso”, aunque no sepamos a ciencia cierta de qué se trata. En ese terreno no hay palabras, así como tampoco las hay cuando intentamos describir en detalle las sensaciones que transmiten un abrazo, o las enseñanzas que nos puede dar un libro cuando queremos aprender a bailar. 

Hay cuestiones que trascienden lo que catalogamos como “conocimiento racional”. Y es que la acumulación de saberes en forma enciclopédica no es garantía de un saber genuino. Más bien, es la puesta en marcha de un proceso dialéctico -, es decir, de un proceso basado en el conflicto entre opuestos que da lugar a una síntesis superior - entre lo racional y lo inefable, lo que hace la diferencia. Dialectizar en la vivencia estos tipos de saberes, y entretejerlos en una trama de sentido única, es la tarea que tendremos en el tiempo y el espacio existente entre los dos extremos de nuestra vida. 

Conectar esa dialéctica con la esencia que nos mueve a ser, realimenta el disfrute de los acontecimientos que se suceden unos a otros, e hilvanan una historia singular que nos dice de dónde venimos y hacia dónde vamos, aún en el silencio de la razón. El recorrido es personal. No hay errores ni aciertos. Sí hay sensaciones que nos acercan o nos alejan de determinadas posiciones, y nos permiten vincularnos de otra manera con las situaciones que vamos atravesando.

Paradójicamente, al adoptar esta postura nos vemos en la necesidad de desanudar las ataduras que nos impiden llegar a “la verdad”; nuestra verdad que se presenta como el saber inconsciente que excede a la razón. Lo que nos “enamora” de él y nos moviliza a abrazarlo es la paz que resulta de ese encuentro anhelado; aún en la inconsistencia y la rareza que ese saber puede generar en la mirada ajena. 

En ese proceso, y en nuestra decisión de cambio, no todo lo que transcurre puede ser atrapado por las garras del intelecto. Es la incoherencia la que pone de manifiesto - tal como comentamos anteriormente - la dialéctica que nos interpela a confrontar los aspectos opuestos e irreconciliables que moran en nosotros, para unirlos en un saber que nos moviliza a arriesgarnos. Aunque no le encontremos un porqué a nuestros actos de rebeldía, disfrutamos de ese desarreglo y lo vivimos como algo que nos hace plenos para vivenciar un presente que nos anticipa un futuro mejor. 

Hay saberes dogmáticos y saberes inciertos. El solo hecho de atravesar el riesgo de cuestionarnos - y “poner patas para arriba” las verdades que damos por ciertas - puede ser el comienzo de algo distinto que nos enfrente a los proyectos que aparecen en nuestro horizonte vital. 


Los saluda,


Lic. Agustín Sartuqui


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